Sentir que no siento nada y al mismo tiempo que lo siento todo.
Hay acontecimientos cotidianos que deberían emocionarme, ponerme los nervios a flor de piel, sacarme de dentro abrazos, carcajadas y lágrimas... Pero pasan de puntillas sobre mis emociones, silenciosos como un ladrón de guante blanco que roba diamantes en mitad de la noche, sin dejar rastro.
No soy capaz de sentir cuando cuando quiero hacerlo, como si hubiese una presa en el río de las emociones que las impidiese fluir.
Ay, pero cuando esa presa se deshace, cuando vuelve a brotar el torrente... las sensaciones me abruman de tal manera que no soy capaz de controlarme. Rio de felicidad hasta llorar, o lloro de pena hasta quedarme dormida.
Por eso tengo tan en cuenta todos los momentos que me hacen sentirme viva, porque realmente sé que son especiales si consiguen hacerme sentir algo; sin oprimir ni obligar, sin abrumar, con cariño, con delicadeza.
Cuando una sonrisa sincera me hace que la refleje en mi cara, cuando una mirada cómplice me saca un brillo en mis ojos, o cuando un abrazo hace que no quiera soltarme nunca.
Pero son tan éfimeros esos instantes.
Sentir que no siento nada... sentir que cada vez siento menos.
Y al mismo tiempo todo a mi alrededor me abruma, me agobia y solo quiero escapar, dejar todo atrás y empezar de cero. De cero real.
Cada vez soy más témpano de hielo. Yo, que otrora fui fuego ahora noto cómo se va congelando mi corazón, cómo la presa de mi río se cierra cada vez más. Cómo todo se detiene todo dentro de mí mientras me atropella la vida sin miramientos.